miércoles, 12 de agosto de 2009

El coleccionista de eñes

Al entrar en la estancia el Señor Eñe se sintió desconcertado. Todos aquellos tarritos de cristal le pillaron desprevenido; jamás había oído hablar de ellos. Se habían perdido muchas eñes por el camino.Un hombre con bata blanca y poco pelo se rascaba la barbilla con uno de los frascos en la mano y, al sentir su presencia, se dio la vuelta de inmediato.
—¿Quién es usted? ¿Qué hace ahí pasmado?
—¿Yoooo? —preguntó el Señor Eñe, que aún estaba despistado intentando recordar cómo había llegado hasta allí.
—Si, usted.
—Pasaba por aquí.
—¡Pues ya sabe donde está la puerta! —dijo el hombre señalándosela de mala gana.
Pero el Señor Eñe, en lugar marcharse y desaparecer, no pudo resistir formularle la pregunta.
—Y usted, ¿a qué se dedica?
—¿No lo ve usted? Soy coleccionista de eñes.
—Por dios, ¡qué desfachatez! —Exclamó indignado, ajustándose el último botón de la gabardina—, ¡con lo que escasean!
—¡Oiga, que soy lingüista! ¡No se pase!
—Ya veo, pero eso no es excusa. Y, dígame, ¿donde las guarda usted?
—En pequeños frasquitos de cristal con agujeros en la tapa, para que no mueran por falta de oxígeno, ¿sabe?
—O sea, que son eñes vivas… —se interesó el Señor Eñe.
—¡Y tan vivas! ¿No pensará usted que me atraen las lenguas muertas?
—Y las eñes que usted colecciona, ¿le inquietan mucho?
—Pues si, bastante, cada vez quedan menos, ¿sabe?
El Señor Eñe asintió con un nudo en la garganta, y no era precisamente el de la corbata.
—Y, ¿ha pensado usted en dejar escapar alguna?
—Por supuesto que no, sería una pena. El ciberespacio se ha vuelto un lugar peligroso. Una vez se ponen en órbita allí, nunca se sabe.
—¿Y a dónde van a parar? —preguntó Eñe. Disimulando.
—No tengo la menor idea. Creo que nada más entrar allí pierden el sombrero.
—¡Dios mío, eso el horrible! —exclamó Eñe, ajustándose el suyo en un acto reflejo.
—Pierden su identidad —continuó el lingüista—, se confunden con las enes.
—¿Podría usted enseñarme alguno de esos frasquitos? —se atrevió a pedirle Eñe, intentando disimular su desconcierto.
—Por supuesto, aquí están, ¿lo ve? Son estupendas, todo depende del ángulo desde donde usted las mire. A mí me gusta adoptar posturas imposibles, como un contorsionista. Así, boca abajo, ¿ve usted?
—Pues la verdad es que así se ve un poco ridículo… ¡Me gusta mucho aquella!
El lingüista sonrió satisfecho.
—Es una arial negrita, cuerpo 14. No es de las más raras.
—¿Y aquella? Parece manuscrita con pluma de oca y tinta china.
—Esa tiene su historia, pero debe usted jurarme que, si se la cuento, no se lo dirá a nadie. Sería peligroso. Esta eñe tiene un valor incalculable.
—Por favor, se lo suplico, cuente.
—Esta eñe —susurró el lingüista— es una eñe quijotesca.
—¿Del quijote?
—Sí señor, del mismísimo Quijote.
El Señor Eñe seguía cubriéndose con el sombrero. Aquel lingüista no le había reconocido y, en cierto modo, le daba repelús.
—Pero, por favor, no se lo diga a nadie, correría un enorme peligro, ¿entiende?
—Entiendo. ¿Colecciona usted algo más?
—No, bueno, la verdad es que llevo un tiempo enredado con los acentos pero, como cada vez se utilizan menos, me está costando bastante.
El Señor Eñe empezaba a temblar. No le agradaba aquel extraño personaje.
—¿Y no cree que sería mejor liberar todas estas eñes? Tal vez haya un hueco para ellas en el espacio virtual.
—Lo dudo mucho. ¡Sería un auténtico genocidio!
El Señor Eñe tembló un poco más. Temía que se le cayera el sobrero.
—Perdone, se me hace un poco tarde. Tengo que marcharme.
—Me parece bien, a fin de cuentas, nadie le había invitado. Hasta la vista entonces.
—Hasta la vista.
El Señor Eñe echó a caminar con cuidado de no delatarse. Todo el mundo decía que las eñes se contoneaban demasiado. Tenía que escapar de aquel personaje. No podía acabar sus días embutido en un bote de cristal, así que respiró hondo alejándose de allí. Prefería ser un quijote y emprender su particular cruzada. Después de todo, si ninguna eñe había vuelto de Internet para contarlo, alguna tendría que ser la primera.

© Chus Cuesta
12 de marzo de 2007
Madrid

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